El vecindario cada vez se achica y el retorno ya no es el
mismo. El aire se vuelve pesado y solo los recuerdos de infancia y adolescencia
disipan la atmósfera.
Desde que tengo uso de razón mi vida ha estado marcada por
mis vecinos y amigos de vecindad, como una extensión de la red familiar. Un
cerco de púas nos separaba y muchas cosas en común nos unían: solidaridad,
amistad, respeto, historias al caer la tarde; regar las plantas, barrer la
acera y el patio de nuestras casas, cuando amanecía o cuando el sol se ocultaba.
Compartir la comida en las épocas especiales y el abrazo sincero en la navidad
o el año nuevo.
En esas historias un personaje estuvo siempre presente: el
mayor retirado Carlos Ávila, a quien la parca se llevó recientemente y con él
numerosos recuerdos del barrio, cada vez más solo, arrancándonos a nuestros
seres queridos.
La partida del mayor Ávila, padre de mis queridos amigos
Karla María, Luís Antonio, Juan Carlos, Manuel y David—los últimos tres
residentes en Estados Unidos—nos dolió a todos en el vecindario. Con él y su
esposa la profesora María de la Paz “Pacita”, mis hermanas y yo obteníamos los
permisos de nuestros padres para ir a las tres fiestas del año en el pueblo: la
fiesta de coronación en la feria agostina, la de Navidad y la de Año Nuevo.
Como todo un militar disciplinado, el mayor Ávila se
responsabilizaba de nuestro cuido y había que portarse bien para ganarse el
próximo permiso. Sus historias sobre la guerra de 1969 entre Honduras y El
Salvador donde él estuvo en el frente de guerra defendiendo el país, eran
alucinantes, así como otras facetas de la historia militar o política de
Honduras que le tocó vivir o conocer de cerca.
Mis hermanos, a su vez, conocieron de sus consejos y de su
rigor en la formación militar, en particular, en los ensayos previo a los
desfiles patrios, donde él se lucía para que todo fuera impecable.
“El mayor”, como todos le decíamos, era un hombre culto, de
una recia personalidad e imponente presencia. Fue maestro del instituto Felipe
E. Augustinus en San Lorenzo, Valle, donde yo estudié. Ahí me dio clases de
inglés y todos sus alumnos le decíamos “teacher”. Ahí no era el mayor, el
vecino, era el maestro investido de autoridad y respeto.
Ya jubilado, todas las tardes sacaba una silla en la acera
de su casa y se sentaba a leer, a ver pasar la gente o conversar con sus
amigos. En navidad, la muchachada se reunía en el patio de su casa para ir
dejando las cosas que se pondrían al muñeco de fin año para quemarlo en un
portón de hierro que era el único recuerdo que quedaba de la casa de mi tía
Chabela, la primera en dejarnos hace muchos años.
El mayor tenía un sentido del humor que a cada cosa le ponía
un nombre o se inventaba una “perra”. Detrás de esa recia personalidad con que
le recordará mucha gente en el pueblo, había un hombre sencillo, tierno y
honesto, porque para ser un militar veterano de guerra y héroe nacional, vivió
como todos nosotros en el vecindario: modestamente y de su trabajo. Fue un
militar digno.
Su partida se suma a la de mi padre, mi hermana, mi tía, don
Miguel, la de don Carlos, doña Débora, don Mariano, don Luís, doña Chona, Rey “tortilla”
y doña Rosa. También la del joven Carlos Cárcamo, de quien recuerdo su amplia
sonrisa, siendo yo una niña, que soñaba con conocer México para ser artista. ¡Ah
tiempos aquellos!
Mi madre dice que con la partida del mayor se le fue uno de
sus mejores vecinos. Ella es la única que nos queda de toda esa generación de
patriarcas y matronas del vecindario junto a Esvelyn.
Y mientras el pueblo crece y mi barrio para mí se achica, el
mayor Ávila sin duda descansa en esa paz eterna hacia donde partieron también
mis seres amados. Ahí, presumo, les espera también nuestro querido poeta del
pueblo, el abogado, Ricardo Banegas, con su “Colibrí al vuelo”. Que la paz esté
con ellos y nuestras familias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario