La
vida como que se ha propuesto este año arrancarme valiosos afectos, entre ellos
los relacionados con mi infancia. Fue así como asistí a despedir a mi
entrañable amiga, Laura Paredes, mi compañera de escuela, secundaria y los
primeros años universitarios, cuando ambas tomamos caminos distintos.
“La Nina”, como
cariñosamente le llamaba su familia y sus amigos, era un ser especial no solo
por su belleza física, sino que también espiritual. De sonrisa dulce y
espontánea, Laura siempre fue una mujer inquieta, inteligente y muy valiente.
Leal con sus amigos y con su familia.
Su repentino
deceso sacudió mi alma, sentí que ella se llevó una parte importante de mi
vida: la infancia, la edad de los sueños, de la inocencia y de las nostalgias.
La recuerdo con
su abundante cabellera rubia y corta, con el uniforme blanco de la escuela de
niñas “Benito Cerrato” en aquellos tiempos. Su lonchera tenía como inseparable
compañera una cantimplora color naranja para tomar agua. En esa época se
estudiaba en doble jornada.
Todas las tardes,
al salir de clases, las compañeras nos juntábamos alrededor de otra amiga
querida: Gina Bonilla. Los padres de Gina eran productores de sal y ella, como
por arte de magia, al terminar nuestra jornada de estudios nos invitaba a comer
cartuchos de morro donde Las Juárez, una pulpería que quedaba cerca
de la escuela.
En aquellos
tiempos las mesadas de nuestros padres eran cinco o diez centavos a lo sumo,
otros no tenían nada, pero en la escuela, todos éramos iguales, eso lo recuerdo
muy bien.
Gina siempre
tiraba a la garduña un montón de monedas de centavito y dos centavos. Todas
esperábamos ese momento—como en las piñatas—para ver qué cogíamos, y todas
salíamos con más de un centavo en la mano e inmediatamente nos íbamos donde Las Juárez a comprar cartuchos de morro
que se vendían a dos por un centavo. Éramos, pues, millonarias en cartuchos de
morro, que no es más que semillas de jícaro tostadas y azucaradas envueltas en
papelillo de colores. Las semillas de morro son la base del famoso fresco de
horchata.
La vida en la
escuela fue pues una continuidad de nuestra vida como colegialas. La gente
creía que éramos hermanas, por inseparables y por “chelitas” (blancas).
Recuerdo que
cuando nos llegó la época de los “amores de ojo”, La Nina me pedía que le
hiciera las cartas de amor para sus admiradores, que le llovían porque era la
mujer más bella de San Lorenzo. Tenía un aire con la princesa Diana de
Inglaterra, y fue reina del pueblo.
Cuando me pedía
que le hiciera las cartas a alguno de sus admiradores, encerradas en su cuarto,
sin que se diera cuenta doña Titina, su bella madre, yo le decía: ¿Nina, pero
que pongo en esta carta? Y ella se carcajeaba y me decía: ¡vos inspírate…y me
inspiraba!
Cuando ya
teníamos redactada la “carta de amor”, ella venía y me decía: falta el toque
final y se iba al cuarto de doña Titina de donde traía un bote de perfume para
enviarlas perfumadas.
Luego le
pagábamos a un cipote para que la fuera a entregar y nos escondíamos en un
rincón para ver su reacción y reírnos hasta llorar. Ese era todo el gran placer
de nosotras.
Nos graduamos
juntas de secundaria, estudiábamos y comíamos juntas, íbamos juntas a los
bailes. En el colegio, como era la única con carro en su familia, la iban a traer a la salida, pero de vez en
cuando le jugábamos la vuelta a don Darío, su padre, porque ella se quería
venir caminando con nosotros por las calles del pueblo.
Cuando La Nina
nos decía, me voy con ustedes, todas y todos diseñábamos una estrategia de
despiste para don Darío, quien nos alcanzaba ya cuando ella estaba cerca de su
casa.
Cuando se
comprometió para casarse—sin ninguno de sus anteriores admiradores—todos
lloramos un poco porque sabíamos que los caminos iban a cambiar, pero estábamos
felices porque ella era feliz con la decisión tomada. Su esposo, Gustavo Reyes,
se la robó al pueblo, a sus amigos y a su familia.
Ambos formaron un
hogar estable con cuatro hermosos hijos que hoy sienten su vacío pero deben
saber que los amó profundamente y fueron siempre su prioridad. La Nina era una
mujer emprendedora, luchadora a morir, no se quejaba de nada y aunque llevara
una cruz en hombros, nunca le negó una sonrisa o un consejo a nadie.
Quizá por esa
intensidad con que vivió su vida y con que amó a su familia, la parca le sorprendió
con un infarto fulminante, ahorrándole quién sabe qué tipo de sufrimientos si
hubiese sobrevivido. Murió como mi hermana Liliana, de repente.
Su entierro,
permitió que nos reuniéramos luego de muchísimos años varias de las compañeras
de infancia y colegio. Allí estaba Gina, Santa Verónica, Lorena, Nolvis y Gloria.
Todas estábamos devastadas y recordándola con cariño, sin creer que no la miraríamos
más o sabríamos algo de ella por Facebook.
No tuve valor de hablar
para despedirme, miraba a sus padres y sus hermanos Darío y Juan Carlos, destrozados,
a su esposo incrédulo de ver como se despedía junto a sus hijos de lo que tanto
amó. Por eso, escribo.
Y como es la vida
de cruel y de bella a la vez. La Nina fue enterrada al par de la tumba de mi padre
y de mi hermana, qué cosas. Cuando vi donde quedaba, una sensación de paz se apoderó
de mí, porque supe que mi amiga, mi hermana
del alma, quedaba al resguardo de dos de mis seres queridos.
La Nina quedó cerca
de mí y de los míos, que también la quisieron y la quieren. Ella quiso que fuéramos
amigas por siempre. Y así será. Que Dios te bendiga vieja y querida amiga. Que Dios
de a los tuyos la paz y la resignación.
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