Se dieron elecciones y hubo un empate. La moneda decidió la suerte y hubo
un alcalde, ratificado por las autoridades competentes. Las partes aceptaron el
fallo y hasta credenciales entregaron al ganador.
El pueblo es chico, apenas de un poco más de 10 mil habitantes y obtuvo su
independencia de otro municipio a lucha y esfuerzo. Se dice que es muy
aguerrido y que tiene ascendencia española y francesa. Tiene una extensión de
122,9 kilómetros cuadrados.
Está rodeado de frondosos árboles y montañas, con clima templado y
agradable. El cafeto y la agricultura son uno de sus principales pilares de
sostenibilidad, pero no tanto como para estremecer el aporte al Producto
Interno Bruto de un país y generar dolores de cabeza al poder.
En sus corridos, la gente dice que más allá del atlante azulado un barón
decidió cambiar el rumbo del pueblo, mediante telarañas para poner en duda la
elección. Oro, incienso y mirra, serían el trasfondo.
Pasando la autoridad debida se acudió a una instancia suprema que aunque no
tenía competencia, quiso hacer justicia “a su manera”. Y un viento huracanado
con bolas de fuego quemó el centro del poder local, arrasando consigo con
archivos de valiosa cuantía, testigos mudos de aciertos y desaciertos.
Los líderes del pueblo y nacionales no saben qué hacer, buscan soluciones
sin claridad, porque del lado del poder, la puerta parece cerrada. Nadie
escucha, nadie oye, nadie ve, nadie respeta.
En medio del conflicto y antes que las lenguas de fuego huracanado
devoraran el centro del poder en la comuna cafetera, en el país había un
festejo nacional: otra autoridad local, de otra zona igual de insignificante,
se había alzado con el trono de gobernar al resto de ediles, unos 298, al
parecer.
Dicen que es un saludador que invirtió los recursos de las consultas a sus
pacientes para hacerse una campaña mediática sin precedentes. Apolonia, la
vieja yegua del pueblo, quedó atolondrada ante tanto cohete reventado y los
megáfonos por todos lados: la radio, la prensa y la tele, sobre todo en esta
última, a la hora de la que no sabía amar.
Apolonia pasa cansada, porque en el día, para llegar a ese pueblo de Dios,
es medio arriesgado, demasiados recovecos polvosos y lodosos. Más no sabe que
en su pueblo, con la nueva elección todo va a cambiar. El paraíso está cerca.
Y es que la lucha para llegar a ganar y tener el poder de todos los
pueblitos del país no fue fácil. El saludador tuvo que vencer a viejos amigos y
correligionarios que ya habían dado su vida útil al poder, y tuvo que trabajar
“el doble” para obtener la salutación de los caciques de diversos colores. Pero
lo logró.
El té de hierbabuena, menta, uva, el gallo en chicha, la gallina de piedra y
el saco encostalado dieron resultado. En el territorio hay felicidad porque un pequeño
derrotó a otro pequeño, mientras las ganancias al erario se repartirán como siempre:
a los grandes y a quienes hagan la obediencia debida. Desde el control local se
llega a lo nacional.
El desarrollo ha llegado y mientras las lenguas de fuego devoraron el corazón
político de un pueblo, en el país no se habla de otra cosa: los santos y señas para
ingresar ahora a Macondo, sólo que esta vez, sin Gabriel. Es el realismo mágico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario