martes, 15 de noviembre de 2011

Sin Códigos

En las películas de los mafiosos y en las historias de “El Padrino” que evocan el actuar de la mafia siciliana en Italia, siempre sobresalen algunos “códigos entre delincuentes”, que se respetaban en cuanto a personas y plazas territoriales.  Era algo así como el “glamour” que caracterizaba a esos carteles de la droga.
 
En Honduras, los últimos acontecimientos que salpican a la policía, donde todo apunta que existe una contaminación de proporciones insospechadas, con las excepciones del caso, ese código que rige a la criminalidad se rompió al trascender dos hechos vergonzosos: el robo del dinero a un menor vendedor de tortillas y el depósito  de armas en casas de empeño por dos mil o cinco mil lempiras.
 
Esas historias que no salen de ningún cuento surrealista, evidencian la anarquía reinante en ese organismo, al cual se suma el asesinato de personas, el tráfico de armas y municiones, así como vinculaciones de determinados distritos policiales con bandas del crimen organizado: robo de autos, secuestro, extorsión, crímenes, entre otros.
 
Honduras parece tener una policía enferma en donde ni los códigos mínimos de la delincuencia se respetan. Las pandillas tienen códigos entre sí, al igual que los grandes capos de la mafia de antaño, porque los de ahora, son otra cosa. No solo quieren el control y poder para hacerse sentir, también desean gobernar y decidir quién vive y quién no; quién les es útil y a quien pueden descartar. En esa última línea parece incrustarse ese amplio sector de la delincuencia policial que corroe a una institución que se resiste a ser reestructurada.
 
Mientras la ciudadanía clama al gobierno por cambios reales y se personifica en la rectora de la UNAH, Julieta Castellanos, que en medio de su tragedia, ha apostado por dar al país una policía más confiable, la administración del presidente  Lobo Sosa parece no querer entrarle de lleno al asunto y surge la pregunta ¿A quién le temen? ¿Quién manda en Honduras?
 
Las autoridades policiales intentan de cualquier forma querer revertir la cresta de la bola de nieve que les envuelve, pero cada vez que pretenden atinar, otro hecho les salpica, mientras echan a rodar la bola que las amenazas a hijos de periodistas es quizá  un “problema de delincuencia común”, evitando así que se escudriñe sobre las acciones intimidatorias desarrolladas contra la prensa en las últimas tres semanas.
 
Cuando crece la presión popular porque se intervenga la policía con acompañamiento internacional, el discurso estatal es que los hondureños y hondureñas son “tan machos”, que no quieren foráneos en sus asuntos, pero ante una estructura carcomida por la corrupción y el crimen, ¿habrá un notable que quiere entrar en una interventora a un organismo coludido con los criminales y narcotraficantes?  ¿Quién será el Chapulín Colorado, si vimos que Batman y Robin fracasaron en el intento?
 
De momento, no basta con las buenas intenciones del secretario de Seguridad, Pompeyo Bonilla, él es consciente que no puede hacer los cambios en solitario, rodeado de enemigos que le estudian y analizan sus movimientos y discurso en busca de un momento de fragilidad para neutralizarlo. No puede, ni podrá cuando desde el Ejecutivo en vez de tomar el toro por los cuernos, se quiera introducir un sofisma de distracción con diálogos regionales sobre seguridad, como si los últimos dos diálogos nacionales y sectoriales ese tema hubiese sido soslayado.
 
Llegó la hora de que el presidente Porfirio Lobo tome decisiones drásticas en la policía si quiere sanear este país y devolver la dignidad a un pueblo que espera ansioso recobrar la confianza en sus autoridades—civiles, policiales y militares—para cerrar el paso a la presencia de los carteles del narcotráfico y el crimen organizado. Cerrar los ojos es volverse cómplice de esa policía mafiosa y asesina que se saltó los “códigos de la delincuencia” y parece estar al acecho para devorarse esta sociedad. El pulso está echado y la suerte de Honduras,  también.

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