martes, 28 de diciembre de 2010

Un alto obligado

A escasos días y horas de que se cierre el 2010, escribir sobre la tragicomedia del país me resulta agotador y poco atractivo. La Navidad y el Año Nuevo son épocas para la reflexión espiritual, para el análisis reposado y para convivir con amigos y parientes las épocas de antaño, los recuerdos que marcaron nuestra infancia y por qué no, los cuentos acerca de San Nicolás y Frosty, el muñeco de nieve, además de las canciones navideñas sobre Tegucigalpa.

Habrá mucho que escribir sobre los hechos que marcaron el 2010 y los desafíos del próximo año, la inseguridad no cesa, los asesinatos de periodistas, tampoco. Al momento de escribir estas líneas se reporta el asesinato número diez de un comunicador social, pero eso no parece interesar a nadie; nunca la prensa ha estado tan indefensa como ahora.

Pero ello es tristeza y no es que quiera obviar la realidad, es que creo justo que un bálsamo de buenos recuerdos nunca esta de más, para no recibir el nuevo año marcado por el desconsuelo, la impotencia y la indignación que casi siempre nos cobija.

Quienes procedemos del interior del país, la Navidad casi siempre la vemos con otros ojos; menos fría e individualista como sucede en Tegucigalpa. Ese agite de la ciudad, la sociedad de consumo y el querer aparentar lo que casi nunca se es, son como una especie de “cliché” que marca a muchos oriundos de la capital, quienes se asombran cuando escuchan historias de fiestas comunales en los barrios, la tradición del nacatamal, el rompope, los emparedados, las fiestas en los centros de baile y toda una serie de ritos que unen a la vecindad y sus familias.

Cada zona del país tiene su particularidad para celebrar la Navidad y el año por venir. Pero ¡cómo han cambiado las cosas! Si uno se remonta en el tiempo, en mi pueblo, San Lorenzo, para el caso, hace un poco más de tres décadas los árboles navideños no eran los pinos artificiales de ahora; eran de mangle y se pintaban en plateado o dorado. Cada familia iba cerca de la Navidad a buscar el mejor árbol de mangle para cortar, algo que se pareciera a un pino frondoso.
Las luces no son tan sofisticadas como ahora, tampoco los adornos, todo era tan sencillo pero bello. Recuerdo que en muchas casas, incluyendo la mía, era una tradición colgar en el árbol de navidad las tarjetas de felicitación que llegaban como muestra de que la familia tenía buenas amistades y relaciones, jajajaja,¡ tiempos aquellos!

Las bolitas navideñas no faltaban, como tampoco los nacimientos que en Tegucigalpa conservan la tradición algunas familias. Cuando uno iba a visitar los nacimientos más famosos del pueblo, bien se gastaban unas tres horas escuchando la explicación sobre las figuras, el río, el tipo de casas, en fin, cada detalle. Seguido de esa visita, siempre había un convivio que no era más que un refresco de “culey” un polvo artificial de frutas que venía en unos sobrecitos y se deshacía en un vaso con agua.

Un emparedado, un nacatamal o una torreja no podían faltar en esos encuentros comunales, donde las religiosas de la iglesia le enseñaban a uno cánticos navideños que se entonaban con entusiasmo en la misa de medianoche. Cualquier actividad fiestera, siempre se hacía después de la celebración de la eucaristía; hacerlo antes, era sinónimo de mala educación y de cosas mundanas en donde la gente se olvidaba que el Hijo de Dios es primero.

En mi vecindario, conservamos pese a los años y las nuevas generaciones, esas tradiciones, en especial en Año Nuevo porque en Navidad es más difícil, por los trabajos, reunir a la familia entera.

El 31 de diciembre un ambiente mágico llena mi vecindad, al recibir con abrazos y alegría la llegada de quienes procedemos de la culta Tegucigalpa.

Rápidamente, entre abrazos y pláticas, se empieza a discutir que habrá para la noche, a qué hora se harán las visitas a los amigos del pueblo y en qué momento se inician las tertulias alrededor de un par de buenas sillas en las aceras, la música y los emparedados para “hacer hambre”. Las preguntas sobre los amigos que hace tiempo no se ven, resultan obligadas, así como los recuerdos de cuando llegó el primer árbol de pino artificial en el pueblo, el teléfono o los televisores; ni hablar de las serenatas bajo la luna o los bailes con marimba o conjuntos de cuerda. El momento también se da para recordar a los que ya no están más entre el mundo de los vivos.

Rosa Morazán, una querida colega periodista, me cuenta que en su pueblo Morocelí, cerca de Danlí, en el oriente del país, las fiestas dicembrinas se celebraban alrededor de un árbol de pino natural, el cual se llenaba con bolitas de algodón y la flor de la caña de azúcar, aparte de las tarjetitas navideñas y los globos que no podían faltar.

Igual que en la zona sur, las fiestas eran en los corredores y las familias se preparaban para festejar con sendas ollas de nacatamales para regalar a quien llegara a la casa o enviar a los amigos y vecinos; muchas cosas en común que tienen un punto de partida importante: la magia que representa la Navidad, no se ve, no se toca, pero se siente, se siente porque encierra los sentimientos más nobles y hermosos del ser humano; no digamos en los niños. Y como bien afirma Rosita, lo que nunca podía faltar eran los estrenos, pues era la época en que la gente del pueblo lucía su vestuario anhelado a lo largo del año.

Hoy las demandas de la sociedad de consumo son cosas más frívolas, se está perdiendo la magia y soy una luchadora, incluso conmigo misma, porque esa vorágine no me arrastre, por eso disfruto ir al sur, ya se en auto, en autobús o en un aventón, no importa, porque siempre es bueno volver a las raíces. Para todos los lectores de Proceso Digital, ¡lo mejor del 2011 y que nunca se rompa la magia del espíritu de Navidad! Salud.

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